Mientras los modelos de familia se hacen más flexibles e inclusivos, el contrato de a dos resiste y el ideal de amor romántico se vuelve más exigente. ¿Un edificio con los cimientos en crisis?

por Tamara Tenenbaum
Ilustración: María Elina Mëndez.

Hace unos meses, en este mismo suplemento, la antropóloga Paula Sibilia y el ensayista Christian Ferrer publicaron una columna breve e incisiva, que seguramente dejó a más de un lector lleno de preguntas: ¿por qué, si en los últimos años, las familias han cambiado tanto, las parejas parecen haber permanecido relativamente intactas? Los autores de la columna no ignoran que los modos en que se dan (y se dejan de dar) los vínculos de pareja se han modificado en muchos aspectos. Lo que señalan es que, mientras las familias ensambladas (o atravesadas por vínculos que se salen de la norma heterosexual, el matrimonio con papeles o los lazos sanguíneos) son hoy cosa de todos los días, las parejas abiertas, el poliamor o los arreglos de ese tipo siguen siendo fenómenos raros y poco visibles; incluso, son menos populares hoy que en los años 60 o 70. A partir de esta hipótesis, que Sibilia y Ferrer señalaron casi entre signos de interrogación, nos lanzamos a una investigación ambiciosa: ¿qué rol cumplen la pareja y la monogamia en el siglo XXI? ¿Cómo han logrado estas instituciones mantenerse tan firmes a través de todos los cambios de las últimas décadas? ¿Es real esa firmeza o es una ilusión superficial, un edificio al que, invisibles, se le están pudriendo los cimientos? ¿Cómo puede ser reapropiada o resignificada la pareja en los tiempos que corren?

Para empezar a desmalezar vale la pena preguntarnos qué es lo que sí se modificó en los últimos 20 años en relación con la monogamia y la vida de pareja. «Aumentaron los divorcios y las uniones consensuales, el matrimonio perdió popularidad a ritmos acelerados, se legalizaron las parejas de la diversidad sexual. Todo esto implicó una revolución significativa», dice Eleonor Faur, socióloga, profesora del Idaes y coautora con Alejandro Grimson de Mitomanías de los sexos. Las ideas del siglo XX sobre el amor, el deseo y el poder que necesitamos desechar para vivir en el siglo XXI (Siglo XXI).

«A pesar de ello -reconoce-, en el terreno legal y en términos culturales, las parejas sólo admiten un contrato de a dos. Pero esos contratos son mucho más frágiles que en el pasado y están atravesados por una tensión en el terreno de las ideas. El ideal de amor romántico no sólo no caducó sino que se volvió aún más exigente. Este ideal supone hoy sostener el amor, la pasión y la comunicación entre dos personas, pero además armar pareja y familia y compartir economías sin renunciar a los proyectos individuales de cada uno.»

Faur explica de forma muy clara algo que muchas veces soslayan los nostálgicos de «los matrimonios de antes», especialmente aquellos que no los vivieron y extrañan un pasado que, como todos los paraísos perdidos, nunca existió: en el mundo contemporáneo le exigimos mucho más a la pareja de lo que se le exigía en otros tiempos, en términos de compatibilidad con nuestra propia independencia, con nuestro trabajo, con nuestros otros vínculos e incluso con nuestra felicidad individual. Es probable que esto se deba en parte, en lenguaje de economistas, a la baja de los costos de salida: la legalidad y legitimidad social del divorcio y la posibilidad material de las mujeres de sostenerse económicamente sin tener marido implican que vivir en pareja es una opción entre otras, y una que hoy se elige ante todo en virtud del deseo personal (aun mediado por representaciones sociales) y cada vez menos de necesidades materiales, religiosas o morales.

Isabella Cosse, investigadora independiente del Conicet y de la UBA y autora de Pareja, sexualidad y familia en los años 60 (Siglo XXI), aclara que la doble moral que caracteriza al tratamientos de estos temas hace difícil leer los cambios a lo largo de la historia. «La hegemonía de la pareja estable siempre tuvo fuertes fisuras», explica. «En 1940 casi uno de cada tres niños al nacer era inscripto como hijo natural o ilegítimo. Esa realidad nos permite darnos cuenta de los límites que la propia monogamia tuvo en la experiencia de muchas personas en el pasado».

Coincide, no obstante, con el diagnóstico de Faur y aporta algunos datos interesantes: «Ha aumentado en estos años la cantidad de hogares con niños que están a cargo de mujeres (pasaron del 18% en 1994 al 26% en 2005) y los hogares unipersonales (del 14 al 16,5% en esos mismos años). Pero también disminuyó la proporción de quienes nunca estuvieron unidos. Es decir: aumentaron las personas que no viven en pareja, pero simultáneamente las que han experimentado una relación de pareja. Podríamos pensar que no existe una devaluación del valor social de la pareja sino una mayor expectativa sobre lo que ella debería ofrecer. O, a la inversa, una menor tolerancia al malestar o a la insatisfacción con la pareja».

En relación con esto es interesante una idea que puede leerse entre las líneas de Future Sex: A New Kind of Free Love, el libro de la periodista Emily Witt que fue una de las revelaciones de 2016 y explora el modo en que podemos pensar, medio siglo después del verano del amor, las utopías del amor libre. Witt investiga, entre otras prácticas amorosas y sexuales, el poliamor, para preguntarse por las diferencias de este estilo de vida supuestamente extraño con la sexualidad mainstream y luego sugerir que tal vez no estén tan lejos. Un habitante «promedio» de una ciudad en el siglo XXI, del género y la orientación sexual que sea, probablemente atravesará varios períodos a lo largo de su vida en los cuales tendrá relaciones breves sucesivas o simultáneas: no tenemos un nombre para eso, o más bien sí, lo llamamos sencillamente «ser soltero», pero es una experiencia que no tiene absolutamente nada que ver con la que vivía una joven soltera de los años 50, muy probablemente viviendo con sus padres y con una vida sexual inexistente o clandestina. Para ponerlo en relación con la pregunta de esta nota: tal vez lo que más haya cambiado en las últimas décadas no es el modo de estar en pareja, sino el de existir por fuera de ella.

Acero inoxidable

Es claro que, como explicaba Cosse, las desviaciones parciales, públicamente silenciadas pero toleradas en privado (especialmente en el caso de los varones), han formado parte de la praxis de la monogamia desde siempre. Sin embargo, el modelo de la pareja monogámica resistió heroicamente los embates que los movimientos del amor libre le dedicaron en los años 60 y 70, sacándolos de un centro escénico que no han logrado reclamar desde entonces. ¿Cómo se explica esta victoria, aun reconociendo que se trata (teniendo en cuenta la fluidez de los vínculos actuales, la caída del número de matrimonios y el crecimiento de los hogares unipersonales en las grandes ciudades) de una victoria parcial?

Entre las explicaciones sociológicas abundan aquellas que hablan de una confluencia de factores. Uno de los más citados es la restauración neo-con de Ronald Reagan en la década del 80, que fogoneada por la Guerra Fría acabó lentamente con los experimentos comunales del verano del amor, vitales manifestaciones de los ideales del free love. Otro, la crisis del SIDA o, más bien, las campañas anti-sexo que la epidemia desató en los países centrales, particularmente en Estados Unidos.

Otra vertiente posible son las explicaciones de la psicología evolucionista. El tratamiento más conocido sobre el tema vino, casualmente, de un matrimonio: los científicos David P. Barash y Judith Eve Lipton publicaron en 2002 El mito de la monogamia: la fidelidad y la infidelidad en los animales y en las personas, libro en el que intentaron demostrar con evidencia que la monogamia era una construcción social casi inexistente entre los animales e igualmente antievolutiva para los seres humanos. Lo interesante es que, siete años después, el matrimonio publicó otro libro a modo de continuación del tema, Strange Bedfellows (no disponible aún en español) en el que explora la idea contraria: que la monogamia podría ser, como dice el título, una extraña pero buena compañera de cama para la evolución y la supervivencia de la especie. El mensaje tal vez sea que la biología ofrece algunos hallazgos curiosos sobre estas preguntas, pero no respuestas definitivas sobre cómo las personas deberíamos vivir.

Una línea interesante para explorar es la idea de que la pareja es una organización que, aun con sus rigideces, fue históricamente lo suficientemente flexible para adaptarse a los cambios en el tiempo y hasta reabsorber manifestaciones sexuales «subversivas» que podrían haber apuntado en su contra. Isabella Cosse analiza en Pareja, sexualidad y familia en los años 60 las transformaciones en los noviazgos. La difusión del sexo prematrimonial entre novios tuvo inicialmente un componente revulsivo, pero fue rápidamente absorbido por la lógica del matrimonio: se volvió hasta recomendable para «probar» a los candidatos y candidatas y así hacer una «mejor elección» a la hora del casamiento. Valdría la pena preguntarse si, por ejemplo, la explosión de aplicaciones como Tinder o Happn ha ido a operar en la fisura de la monogamia o, por el contrario, fue reabsorbida como herramienta para buscarse una media naranja.

Preguntas incómodas

Ninguna investigación seria sobre los orígenes de la pareja monogámica puede dejar de señalar en su origen y reproducción históricas el vínculo que este modelo de relación sostuvo con órdenes sociales y económicos que hoy consideramos, al menos, «discutibles»: la dominación patriarcal, la identificación de las mujeres con mercancías y el sostenimiento de las relaciones de clase, a través de los matrimonios convenidos entre familias del mismo rango e incluso dentro de las mismas familias (para que la fortuna familiar no se perdiera). ¿En qué medida la monogamia hoy sigue teniendo ecos de estos complicados orígenes? Y, también, ¿puede la monogamia reinventarse completamente, al punto de perder sus trazas patriarcales y clasistas, sin desaparecer?

En los últimos 30 o 40 años, muchas feministas parecen pensar que la monogamia no es necesariamente un problema para la perspectiva de género; al menos, lo piensan por omisión. En un breve trabajo titulado «The personal is still political: heterosexuality, feminism and monogamy», publicado en 2004, las feministas Sue Scott y Stevie Jackson (sociólogas y profesoras del Departamento de Estudios de la Mujer de la Universidad de York), escriben que desde su despertar feminista en los años 70 los cuestionamientos a la monogamia han perdido muchísimo interés en la reflexión feminista y de género, tanto en la academia como en la militancia. Muchos otros temas, en cambio, ganaron en peso relativo: a pesar de la histórica crítica feminista y queer a la institución del matrimonio, los estudios y movimientos en favor del matrimonio entre personas del mismo sexo se volvieron centrales.

En parte esto puede explicarse por razones pragmáticas: nada legal le impide a dos personas tener una pareja abierta, pero el Estado prohibía explícitamente los matrimonios homosexuales y el cambio que ese recorte de derechos civiles implicaba era claro, mucho más que los reclamos algo más difusos que más que una ley demandan «un cambio cultural». Lo interesante es que muchas campañas en favor del matrimonio homosexual (y de la posibilidad legal de las familias no heterosexuales a partir de la adopción o distintos métodos de fecundación artificial) apelaron a una lógica de «la mismidad»: «el mismo amor», «la misma familia», «las mismas parejas». Estas campañas pueden ser efectivas a la hora de generar empatía en aquellos que, en principio, no estaban dispuestos a ver a las personas LGTTBI como tales; sin embargo, también refuerzan la idea de un modelo único, fabricado a medida de la pareja clásica heterosexual monógama.

Por otra parte, la mayoría de las parejas existentes hoy están lejos de ser igualitarias: eso indicarían las investigaciones de la economía del cuidado que indagan sobre el reparto de tareas al interior de las parejas heterosexuales: «Las mujeres con responsabilidades de cuidado dedicamos a esas tareas el doble de tiempo en comparación con varones que también tienen responsabilidades de cuidado. Y las mujeres que viven en pareja también tienen más trabajo de cuidado que las mujeres que viven en hogares monomaternales», explica Natalia Gherardi, directora ejecutiva del Equipo Latinoamericano de Justicia y Género. Esta disparidad se verifica incluso en parejas sin hijos y sin adultos mayores: «Las mujeres llevamos a cabo tareas de cuidado para personas que bien podrían satisfacer esas necesidades de cuidado por sí solas.Lavar y planchar la ropa, preparar la comida, son tareas que se hacen a favor de personas adultas con quienes se comparte el hogar, sin que todas las personas adultas aporten en igualdad de condiciones a la realización de esas tareas», especifica Gherardi.

Si la institución de la pareja va a adecuarse a los tiempos que corren y a ser una opción igualitaria (e igualmente atractiva para varones y mujeres), queda claro que debe abandonar estos resabios patriarcales, y no solamente en relación con las tareas de la casa. «La monogamia ha sido funcional a un orden familiar y, sobre todo, al sostenimiento de las jerarquías masculinas. No es ninguna novedad que las costumbres sociales (e incluso las leyes) penalizaban con rudeza a una mujer ‘infiel’, mientras celebraban la pluralidad de relaciones entre los varones», dice Faur.

Futuro plural

¿Cambió la institución de la pareja en estos últimos años? ¿Está cambiando? Si es el caso, ¿cuáles de estas tendencias van a pronunciarse en el futuro cercano, y cuáles deberíamos trabajar para acentuar? Las expertas son cautas pero asertivas. El reconocimiento por parte del Estado de la legalidad y legitimidad de uniones y familias «diversas», aunque no alcance por sí solo para motorizar transformaciones culturales, es definitivamente parte del cambio y todavía tiene mucho para dar, como lo tiene el otro gran agente de cambio, el movimiento de feminista y su difusión en la sociedad: «No es fácil definir qué ha cambiado y qué ha persistido del pasado y las de la actualidad en las relaciones de pareja. En parte porque las transformaciones siempre enhebran de un modo muy enredado lo nuevo y lo viejo y en parte porque en el plano de las prácticas y las experiencias de los sujetos siempre ha existido una gran diversidad. Justamente, quizás uno de los cambios más sustantivos en las últimas décadas es que estamos ante un Estado -y una sociedad- que ha comenzado a reconocer la existencia y la legitimidad de las diferentes formas de organizar la vida doméstica y la familia», explica Cosse.

«Nuestras leyes y las de buena parte del mundo continúan sosteniendo el formato monógamo, pero lentamente van operándose transformaciones, incluso en esta modalidad. Hace dos años, una escribana de Río de Janeiro rubricó la unión civil de tres mujeres que manifestaron su poliamor y su deseo de formar una familia basada en este vínculo tripartito. Además de estas manifestaciones, las mayores libertades sexuales para las mujeres constituyen un punto de inflexión, cuyas derivas son aún difíciles de prever», agrega Faur.

Especialistas y académicos coinciden en un diagnóstico que parece obvio pero, históricamente, no lo es tanto: el futuro será plural. «Más que en encontrar el ‘camino del medio’ entre la autonomía y el amor romántico -dice Faur-, deberíamos ir en dirección a liberarnos de ambos mandatos en tanto tales y tallar formas de relaciones que se acerquen más a las necesidades, deseos y sensibilidades de cada persona». Aunque la sociedad actual tenga sus propios y novedosos imperativos políticos, sociales, económicos y sexuales, el progreso quizás esté, en lugar de afirmar un modelo determinado, en trabajar sobre la convivencia de la diversidad y la posibilidad de vivir sin estigmas de acuerdo con los propios deseos y principios.

 

Fuente: La Nación, DOMINGO 19 DE FEBRERO DE 2017, enlace a la nota